A los deberes de los administradores de la sociedad anónima se refieren los arts. 225 y siguientes de la Ley de Sociedades de Capital (LSC) cuya regulación es común para todas las sociedades de capital.
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Los tradicionales deberes inherentes a todo buen administrador, el deber de diligencia, lealtad y secreto se mantienen aunque podríamos decir que cambia la forma de abordarlos.
El deber esencial, por excelencia, sigue siendo el deber general de diligencia. El principio general que debe presidir toda su actuación es el de desempeñar el cargo con la diligencia de un ordenado empresario y como la diligencia exigible a un vocal del consejo no puede ser la misma que la de un consejero ejecutivo, la ley añade para delimitar este deber, que dicha diligencia se exigirá en función de la naturaleza del cargo y de las funciones atribuidas.
Ciertamente definir qué se entiende por actuación diligente no es tarea fácil. En este sentido la referencia al ordenado empresario podría entenderse en el sentido de que toda su actuación debe ser ordenada, prudente actuando con los bienes de la sociedad como lo haría respecto de los suyos propios.
El art. 225.2 LSC añade dos elementos que permiten concretar un poco más el deber de diligencia. Por un lado, exige una dedicación adecuada al administrador, dedicación que dependerá nuevamente del cargo y de las funciones encomendadas, y, por otra parte, impone la adopción de las medidas oportunas para garantizar la buena dirección y control de la sociedad.
El deber de lealtad se entiende como el desempeño del cargo como un representante leal. Además entraña que dicho desempeño se realice de buena fe y en el mejor interés de la sociedad, entendido como el interés común a los accionistas. Es decir, primando el interés social por encima de cualquier otro, por supuesto del propio y del que pudieran tener otras personas vinculadas. Los deberes que pesan sobre los administradores deben ser cumplidos con lealtad y fidelidad entendidos como la defensa del interés social por encima de cualquier otro.
El art. 228 LSC enuncia alguna de las manifestaciones en que se concreta este deber de lealtad:
a) El ejercicio leal de las facultades concedidas.
b)El deber de guardar secreto. Se trata de un deber de confidencialidad en su sentido más amplio, que se extiende incluso tras el cese en el cargo.
c)El deber de abstención respecto de acuerdos o decisiones cuando esté afectado por una situación de conflicto de intereses. Este deber no se limita al hecho de no ejercer el voto que pudiera influir en la decisión final sino que implica incluso la participación en el debate previo a la votación, con una única excepción: que se trate de un acuerdo sobre su condición de administrador.
d)El deber de criterio independiente.
e)El deber de evitar situaciones de conflicto de intereses.
Precisamente para evitar esas situaciones de conflicto de intereses el art. 229 LSC impone al administrador la obligación de abstenerse en una serie de situaciones que, ya de antemano, quedan por tanto consideradas como “actos de deslealtad”. En consecuencia el administrador no podrá:
a) Efectuar transacciones con la sociedad. Es decir, realizar cualquier clase de negocio jurídico.
Bien es cierto que esta prohibición tan amplia es matizada a continuación pues quedarían al margen de las mismas aquellas operaciones que puedan consideradas como habituales por razón de la actividad de la sociedad y cuyas condiciones fueran las generales para los clientes y su trascendencia económica fuera irrelevante.
b) Utilizar el nombre de la sociedad o su vinculación como administrador de la misma para influir en operaciones privadas.
c) Utilizar activos de la sociedad con una finalidad privada.
d) Aprovecharse de las oportunidades de negocio de la sociedad.
e)Obtener ventajas o remuneraciones de terceros. Aquí la ley exceptúa lo que califica de “atenciones de mera cortesía”, aunque no introduce ningún elemento que permita tener una idea más clara sobre dichas atenciones.
f) Desarrollar actividades competitivas.
Estas prohibiciones pueden ser objeto de dispensa en casos singulares y la decisión se reserva a la junta de accionistas cuando la dispensa afecte a la prohibición de obtener ventaja o remuneración de terceros, o afecte a una transacción cuyo valor sea superior al 10% de los activos sociales. Y la dispensa de la prohibición de no competir con la sociedad solo puede acordarse cuando no implique daño para la sociedad o el posible daño se vea compensado por los beneficios que resulten de esa dispensa que debe adoptarse de forma expresa y separada por la junta.
La existencia de los deberes y prohibiciones que afectan a los administradores lleva aparejado un régimen de responsabilidad que se regula en el art. 236 LSC, régimen que se aplica también a quien tiene la consideración de administrador de hecho, es decir, aquel que sin título es quien realmente realiza las funciones de administrador o bajo cuyas instrucciones actúan los administradores de la sociedad. Y en caso de no existir delegación permanente de facultades del consejo todo el régimen de deberes y responsabilidad vistos para los administradores será aplicable a quien tenga atribuidas facultades de más alta dirección. Es decir, podría ser el caso de quien ejerce como Director General tomando toda clase de decisiones sin limitación, y dependiendo exclusivamente del órgano de administración.
También es importante recordar que en aquellos casos en los que se nombra como administrador a una persona jurídica, la persona física que la representa responde solidariamente con su representada y, por tanto, queda sometida a este régimen de responsabilidad.
Esta responsabilidad exige que la actuación del administrador haya causado daño y que haya sido intencionada y culpable. Y es importante tener presente que esa culpabilidad se presume siempre que el acto del administrador sea contrario a la ley o a los estatutos. Es decir, sería un acto culpable el desarrollar actividades competitivas a las de la sociedad sin haber comunicado dicha situación ni haber obtenido dispensa.
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Amparo González
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